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La esencia del ministerio sacerdotal según los ornamentos litúrgicos


S.S Benedicto XVI. Homilía en la santa misa crismal.
Basílica Vaticana. Jueves Santo 5 de Abril de 2007.

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

Se explica la esencia del ministerio sacerdotal
interpretando los ornamentos litúrgicos, que
quieren ilustrar precisamente lo que significa
"revestirse de Cristo", hablar y actuar in persona
Christi
.





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[Los ornamentos litúrgicos]

Por eso, queridos hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio sacerdotal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar precisamente lo que significa "revestirse de Cristo", hablar y actuar in persona Christi.

En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se rezaban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correcto de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la comunión con él.

Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su servicio.

Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, según las cuales las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos eran dignas de Dios no por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y que de ese modo habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7, 14).

Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no queda blanco como la luz. La respuesta es: la "sangre del Cordero" es el amor de Cristo crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros vestidos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a pesar de todas nuestras tinieblas, nos transforma a nosotros mismos en "luz en el Señor". Al revestirnos del alba deberíamos recordar: él sufrió también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis pecados, puedo representarlo y ser testigo de su luz.

Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos considerar también el vestido nupcial, del que habla la parábola del banquete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he encontrado a este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio distingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de san Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del banquete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en la liturgia y en la vida de la Iglesia.

En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala llena para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un huésped sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas. Entonces san Gregorio se pregunta: "pero, ¿qué clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Entonces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?".

El Papa responde: "El vestido del amor". Y, por desgracia, entre sus huéspedes, a los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del nuevo nacimiento, el rey encuentra algunos que no llevaban el vestido color púrpura del amor a Dios y al prójimo. "¿En qué condición queremos entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos puesto el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?". En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas exteriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera interna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).

Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntarnos si llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje toda hostilidad de nuestro interior, que nos libre de todo sentimiento de autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido del amor, para que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las tinieblas.

Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse hombre.

San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios quiso hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más conmovedora, de su respuesta es: "Dios quería darse cuenta de lo que significa para nosotros la obediencia y quería medirlo todo según su propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De este modo, puede conocer directamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos, lo que se nos exige, la indulgencia que merecemos, calculando nuestra debilidad según su sufrimiento" (Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).

A veces quisiéramos decir a Jesús: "Señor, para mí tu yugo no es ligero; más aún, es muy pesado en este mundo". Pero luego, mirándolo a él que lo soportó todo, que experimentó en sí la obediencia, la debilidad, el dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo consiste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más amamos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia pesado.

Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.