Febrero
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Presentación del Señor al templo
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Aclaraciones * Mientras no se indique algo diferente, las narraciones de los Santos, han sido tomadas de la 4ta edición del "Año Cristiano" de Fray Justo Pérez de Urbel, publicada en 1951. (Ediciones FAX. Madrid, España) * Los santos canonizados en años posteriores, se tomarán de otras fuentes, y se irán añadiendo progresivamente al Santoral. Derechos Si alguien, reclamando los derechos legales de esta obra, o de las imágenes aquí utilizadas, desea que se suspenda su publicación, por favor diríjase a Correo HDV. |
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María Magdalena, detalle
del retablo del Altar Mayor (Artista: Simone Martini, 1321),
Orvieto, Italia
SANTA MARÍA MAGDALENA
(Siglo I) Memoria
22 de julio
El primer encuentro fue en los días gozosos del ministerio de Jesús, cuando en las riberas del lago perduraban aún los últimos ecos del sermón de la Montaña. Caminando a través de Galilea, el divino vagabundo ha entrado en Naím, villa graciosa que se empina en un escarpe del Tabor para contemplar la llanura del Esdrelón. El pueblo le circunda admirativo, y señala con el dedo al hijo de la viuda que acaba de venir del reino de la muerte. Todo lo llena la fama del taumaturgo, y hasta los doctores se honran sentándole a su mesa. Simón es en Naím uno de los más prestigiosos representantes del fariseísmo. También él quiere recibir al hombre extraordinario: ha preparado un banquete, ha sacado la vajilla más rica de su casa y ha invitado a sus mejores amigos. Tal vez siente por Jesús una estima secreta, pero la rigidez del orgullo farisaico le impide cumplir los deberes de la hospitalidad. Manda sentar al ilustre invitado sin lavar sus pies, sin besar su mejilla, sin perfumar sus cabellos, como lo exigían las viejas tradiciones hebreas. Según costumbre. Jesús deja las sandalias a la puerta, entra en la sala del festín y se recuesta en su lecho, el cuerpo extendido, el busto apoyado sobre el brazo izquierdo, y los pies echados hacia afuera. La sala está abierta y la multitud se agolpa en el pórtico y junto a las ventanas, contemplando y escuchando a los maestros de Israel. Se charla, se discute, se alaba con voces gangosas la pesca de Corozaín y Bethsaida y se hace honor a los vinos de las viñas galileas. Jesús habla poco; su mirada serena se fija sobre la multitud, como si buscase alguna cosa. De repente, la mujer a quien aguarda aparece en la puerta, y, sin detenerse, se acerca al Señor y se arrodilla delante de Él. Tímida y audaz al mismo tiempo, indiferente a la lluvia de miradas que cae sobre ella, pero a la vez con un gesto de infinito respeto, rompe el cuello del frasco de alabastro que lleva apretado contra el pecho, y vierte los perfumes sobre los pies de Jesús. Todos los comensales se llenan de admiración, toda la estancia se llena del olor de aquel ungüento. Con amor y con delicadeza, con la misma atención que una madre pone para lavar el cuerpo de su hijo, rocía ella aquellos pies portadores de la paz; hasta que, no pudiendo contener la ola de ternura que la aprieta el corazón, rompe en llanto, dejando caer raudales de lágrimas calientes. La congoja le impide hablar, pero llora; llora en silencio, manifestando, como puede, su humildad, su gratitud, su arrepentimiento. Los pies del Nazareno están húmedos de llanto y de nardo; la pobre mujer no sabe cómo enjugarlos; no lleva un lienzo blanco, y su velo le parece indigno de tocar la carne de su Señor; pero tiene su cabellera fina y suave, aquella cabellera de seda dorada que era la admiración de las gentes. Sueltas las cintas y las peinetas, recoge las trenzas, y lentamente, amorosamente, las va pasando por los pies virginales de Jesús, y luego besa esos pies que acaba de enjugar y los oprime apasionadamente con sus manos.
Los invitados de Simón habían seguido la parábola en silencio. Poco a poco el aire malicioso del principio había desaparecido de sus semblantes; ahora estaban estupefactos. Las últimas palabras de Jesús les deconcertaban, y no podían menos de decirse, con un sentimiento de respeto: «¿Quién es éste que perdona los pecados?» Pero a Jesús no le importaban sus reflexiones; volviéndose hacia la pecadora, le dijo: «Tu fe te ha salvado; vete en paz.» Y la pecadora salió, no ya a buscar las amargas alegrías del placer, sino a abrazarse con los rigores de la expiación. Porque esta pecadora, cuyo nombre calla San Lucas, no parece ser otra que la Magdalena. El Evangelio no lo indica claramente; pero una tradición venerable, que cuenta, entre los antiguos, a Tertuliano, Clemente de Alejandría, San Cipriano, San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio Magno y San Cirilo de Alejandría, y entre los modernos, a Baronio, Lacordaire, Maldonado y los Bolandistas, defienden la identidad de María de Magdala, María de Betania, y esta desconocida que irrumpió en la sala del banquete. Su nombre y su historia han dejado huellas en los libros rabínicos. La leyenda del Talmud nos habla de su espléndida hermosura, de su cabellera famosa, de su ingenio peregrino, de sus riquezas y de sus escándalos. Casada con un doctor de la Ley, hubo de sufrir los celos rabiosos de su marido, que la encerraba en casa siempre que tenía que ausentarse. Altiva e impetuosa, rebelóse contra esta tiranía, sacudió todo yugo, se fugó con un oficial de las tropas del césar, y con él se estableció cerca de Cafarnaúm, en el pueblecito de Magdala, llenando las cercanías del lago con el ruido de sus desórdenes. Allí, sin duda, oyó hablar del profeta que prometía la felicidad al que sufre y es despreciado y es blanco de ultrajes y de insultos. En la soledad de las horas vacías que siguen siempre a las horas perversas, debió ella considerar más de una Vez la tristeza de su vida de pecado: el ocaso de la belleza, la vanidad de un cuerpo consagrado a la voracidad de los gusanos, la miseria de los paños de seda, de las joyas; de los ungüentos destinados a crear impresiones falaces, a esconder las tristezas y fealdades del alma. En esta soledad interior llegaron hasta ella los primeros ecos de la buena nueva; las luces alegres del sermón de la Montaña y de las parábolas del lago: «Bienaventurados los limpios de corazón... Llamad y se os abrirá; buscad y encontraréis. ¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le daría una piedra?...» Estas palabras despertaron en ella una energía sobrenatural: sintióse libre, fuerte, capaz de vivir siempre en humildad de corazón, de regenerarse, de penetrar otra vez en las puras claridades del alma. Y sin hesitar, buscó a Jesús, el único que no la había de rechazar; le buscó con un amor impetuoso, una voluntad resuelta de romper con el pasado. Y llegaba a Naím transformada, iluminada por la gracia, purificada por la llama de la caridad. Había pecado mucho, y por eso amaba mucho al que la llamó y la salvó y la convirtió y la perdonó, y sus lágrimas, esos perfumes y ese silencio, no son más que la expresión humilde de su amor agradecido. Desde este momento, María Magdalena queda asociada al grupo de los íntimos de Jesús. Todo había cambiado en ella. Antaño, cuando en las noches de tempestad las nubes se agarraban al aire pesado del mar de Genezareth, siete espíritus inmundos mezclaban sus carcajadas de sátiros entre el retumbar del trueno, apestando la atmósfera con sus hálitos maléficos y esperando el momento oportuno para arrojarse sobre su presa. Eran los demonios de la pecadora. Ella los recibía complaciente; les abría su casa, su corazón y sus sentidos. Estaba dominada, tiranizada por ellos, y sólo para ellos vivía; para los convites suntuosos, para las languideces de la molicie, para la ostentación soberbia del poder y la belleza, para el apetito insaciable de las túnicas ostentosas, de los collares deslumbrantes, de las sedas de Jonia, de las ánforas de Agrigento; para las terribles explosiones de la envidia y del rencor, para todas las abyecciones de la concupiscencia y del placer. Toda esta bandada infernal había huido con vuelo de pájaros nocturnos y agoreros. Aquellos ojos, fijos antes inexorablemente sobre las cosas de los sentidos, se habían vuelto de una manera definitiva hacia la luz de la vida verdadera. Ardientes, insaciables, extáticos, sólo una cosa les llenaba: la presencia de Jesús. María Magdalena vivía sólo para esta contemplación ardiente y apasionada. Seguíale silenciosa, recogía sus miradas y sus gestos, meditaba sus palabras y buscaba el sentido profundo de sus milagros. Entre la compañía de mujeres piadosas que detrás de los Doce le seguían, Él rara vez parecía distinguir aquella figura doliente que le miraba con ojos secos e inmóviles, como los de aquellos que han llorado todas sus lágrimas. Pero ella sentíale dentro de sí, y ese sentimiento dejaba en su alma un consuelo perenne, una luz sin sombra, una esperanza libre de inquietas incertidumbres. Lo demás la importaba poco: el último lugar le basta; un rincón entre los discípulos de Jesús; un puesto humilde entre sus oyentes, lo bastante cerca para poder espiar sus movimientos y no perder el acento de su voz. Un día, sin embargo. Jesús se acuerda de ella: es el día de la resurrección de Lázaro. María llora la muerte de su hermano; sabe que Jesús llega a Betania, pero sigue sollozando con la cabeza oculta entre las manos, hasta que Marta llega y le dice: «El Maestro está ahí fuera y te llama.» María vive ahora en Betania, a dos horas de Jerusalén; vive con sus hermanos, Marta, la activa, y con Lázaro, «el hombre en quien se manifestó la gloria de Dios». Son los huéspedes de Jesús cuando va a la ciudad santa, y cuando vuelve, el Maestro se detiene en su casa; allí come, allí duerme, allí hace sus milagros, allí predica su doctrina. La casa de Lázaro es, en Judea, lo que era la de Pedro en Cafarnaúm. Desde que pasa el umbral, Marta empezaba a trajinar por la casa; Lázaro se acercaba con el agua de las abluciones, clavando en el Señor una mirada de gratitud y de asombro, como de quien había visto la muerte; María quedaba como arrobada en un éxtasis, inmóvil, sin poder hacer otra cosa más que contemplar a Jesús, admirarle, escucharle, sentir la caricia de su acento y el latido de su corazón. Ya era bastante; era lo mejor, lo más perfecto, porque las ansias del amor encontraban así un alimento más puro y una más alta manifestación. Ha entregado su alma, toda su alma embelesada. ¿Qué importa el cansancio de las manos, si puede ofrecer a su Dios el homenaje rendido del corazón? Y el Maestro aprueba su conducta: «María ha escogido la mejor parte, que nadie le arrebatará.»
Jesús palideció; la Magdalena permaneció en una actitud de adoración; Judas se maldijo, y en su alma se desanillaron las víboras aletargadas de la perversidad. Ya no hubo alegría en el banquete. En vano chispeaban los vinos en los vasos de plata; la sombra de la muerte flotaba entre el parpadeo de las luces, por encima de los comensales. Esto era un viernes, cuando empezaban a abrirse las flores de los manzanos. Una semana después, el viernes de la Parasceve, María Magdalena, sosteniendo a la Virgen María, caminaba pálida y llorosa a través de la calle de la Amargura. Su amor llegaba hasta el fin; era más fuerte que la muerte. Allí, en la cumbre del Calvario, la tuvo clavada durante las horas mortales de la agonía de Jesús. Los ojos del Hijo del hombre se posaron sobre ella; tal vez pensó que también para ella tendría una palabra, como para su Madre, para Juan, para el buen ladrón; pero luego pensó que no era digna, que debía amarle más aún y llorarle más. Y lloró sobre su cuerpo muerto y besó sus brazos rígidos cuando José de Arimatea los desclavaba de la cruz, y le ungió por última vez antes de colocarle en el sepulcro, cuando ya no podía mirarla ni defenderla. Su amor era tan grande, que no podía apartarse de la almazara de José: «Alejándose los discípulos—nos dice ella misma en la liturgia—, yo no me alejaba; y encendida en el fuego de su amor, me abrasaba en deseos.» Iba y venía a través del huerto, siempre con los perfumes, que le recordaban los momentos más divinos de su vida. Y al fin su anhelo mereció la más alta de las recompensas. Fue en la mañana memorable de la Resurrección. Ojerosa y pálida, María había llegado al sepulcro. Dos días llorando, dos días sin poder dormir. De repente, un nuevo dolor: el sepulcro estaba vacío. Muda de espanto, la pobre Magdalena mira en torno, busca huellas humanas entre los olivos, corre entre el follaje, agitada por una angustia infinita. De pronto, envuelto en los primeros rayos de la mañana, aparece un hombre, que se acerca a ella y le dice: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Creyó María que era el hortelano de José, y con voz suplicante le dijo: «Lloro porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto. Si has sido tú, dime dónde le colocaste, y yo iré por él.» Enternecido por tan apasionado candor, conmovido por tan amable ingenuidad, el desconocido sólo pronunció una palabra, un nombre, el de ella. Pero el acento era bien conocido: el inolvidable acento de los días de Naím y de Betannia: «¡María!» Como si se despertase súbitamente, ella lo comprendió todo: «¡Maestro!», clamó, cayendo ante Él sobre la hierba cubierta de rocío, y esforzándose por besar aquellos pies, adornados todavía por la cicatriz roja de los clavos. Pero Jesús la detuvo: «No me toques—dijo—, porque aún no he subido a mi Padre; pero ve a mis hermanos y diles: Subo hacia mi Padre y vuestro Padre. Os precederé en Galilea.» Y mientras se alejaba entre los árboles coronados de luz, María, ciega de felicidad, apóstol de los apóstoles, corría al cenáculo llevando la noticia de la Resurrección. Antes que nadie, ella, la contemplativa, había logrado ver a Cristo triunfador. |
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