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Anunciación de la Santísima Virgen
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Aclaraciones * Mientras no se indique algo diferente, las narraciones de los Santos, han sido tomadas de la 4ta edición del "Año Cristiano" de Fray Justo Pérez de Urbel, publicada en 1951. (Ediciones FAX. Madrid, España) * Los santos canonizados en años posteriores, se tomarán de otras fuentes, y se irán añadiendo progresivamente al Santoral. Derechos Si alguien, reclamando los derechos legales de esta obra, o de las imágenes aquí utilizadas, desea que se suspenda su publicación, por favor diríjase a Correo HDV. |
SANTO TOMAS, APÓSTOL
(Siglo I) Fiesta
3 de julio
Jesús no quiso escoger sus discípulos entre los ricos, porque venía a condenar el abuso de las riquezas; ni entre los poderosos, porque venía a anatematizar la tiranía; ni entre los sabios y doctores, porque venía a confundir la hinchazón de la ciencia. Sus Apóstoles salieron del pueblo humilde, de entre los ignorantes pescadores, ministriles y proletarios de Galilea. Galileo pobre y sencillo fue Tomás el Gemelo, «uno de los doce», uno de aquellos doce hombres afortunados que recibieron la gracia inestimable de vivir día y noche al lado de Cristo, de sentarse frente a Él en la barca, de recoger el acento de su voz, de tener su manto mientras predicaba, de comer con Él y dormir en la misma habitación. Pero si todos los doce eran rudos, la rudeza de Tomás sobrepujaba acaso a la de sus compañeros. Su espíritu se perdía en la niebla de los misterios, y sus ojos no veían más allá de aquel reino de David, que abarcaba desde Dan hasta Judá, desde el Mediterráneo hasta el desierto. Cuando el Maestro pronunciaba sus parábolas, Tomás debía quedarse en ayunas. Todavía en la última Cena, después de tres años de enseñanza diaria, confiesa ingenuamente que no comprende nada de cuanto dice el Señor: «Maestro—exclama—, ni sabemos a dónde vas, ni dónde está el camino.» Ni los milagros, ni la doctrina, ni las declaraciones más o menos claras de Jesús habían llegado a crear en él una convicción firme de que caminaba junto a un Dios. Sin embargo, le seguía ciegamente, con gozo, con generosidad, con entusiasmo. Era acaso el más entusiasta de los Apóstoles. Cuando Jesús quiere ir a Jerusalén, donde se decreta su muerte, y todos los discípulos vacilan, Tomás el Gemelo grita con decisión: «Vayamos también nosotros a morir con Él.» Este rasgo retrata su carácter. Pero la vergüenza del Gólgota le desconcierta. La noche de Gethsemaní había huido, olvidando aquel gesto magnífico. Después, todas sus ilusiones terrenas se derrumban. A pesar de todos los avisos, nunca había creído que su Maestro podría terminar de aquella manera. Era verdad lo que había dicho poco antes de la Pasión: ignoraba dónde había ido Cristo. Y cuando Cristo, el mismo día de Pascua, se presenta a sus discípulos, él anda fuera del cenáculo, vaga por la ciudad, recogiendo tal vez los rumores del vulgo acerca del frustrado Rabbí. —Hemos visto al Señor—le dicen después sus amigos, Y Tomás, que acababa de oír allá fuera tantas burlas con motivo del drama sangriento desarrollado dos días antes, respondió con una carcajada incrédula. Los espíritus limitados que creen haber sido engañados una vez, son luego casi inaccesibles a toda luz. —Pues sí, hemos visto al Señor—vuelven a decir los Apóstoles—; era verdaderamente Él; nos ha hablado, ha comido con nosotros. A esta noticia tan detallada, tan unánime, tan gozosa, Tomás responde brutalmente: —Si no veo en sus manos las llagas de los clavos, y no pongo el dedo en la llaga de los clavos, y mi mano en el costado, no lo creeré. Era el lenguaje de un sentido común a ras de tierra, la lógica del hombre práctico y positivo; la frase famosa que repetirán eternamente todos los adoradores de la pura realidad. Burlado una vez en sus esperanzas, el buen Apóstol ha resuelto no dar en adelante su asentimiento sin exigir las debidas garantías. Declara que quiere ver; pero luego se arrepiente de pedir tan poco: también hay visiones de fantasmas. Es preciso tocar, palpar, meter la mano donde entró la lanza. Entre los criterios de verdad, la inteligencia no cuenta; los ojos tienen poco valor; para un espíritu fuerte, la experiencia carnal es la cima de toda sindéresis. Agradezcamos a Tomás Dídimo aquella enérgica actictud por la cual tiene el mundo una prueba de la Resurrección capaz de satisfacer al más exigente. De más provecho, dice un Santo Padre, fue para nosotros la incredulidad de Tomás que la fe de la Magdalena. Ocho días después estaban los discípulos en la misma casa, y Tomás con ellos. Ocho días enteros había durado su terquedad frente al testimonio unánime de los otros. El tiempo pasaba, sin que viniese a desmentirle ningún fenómeno extraordinario. Probablemente lloraba al Maestro, porque tenía un corazón generoso; y esa generosidad fue la que le tuvo unido a sus hermanos durante aquella semana. De repente, una voz en el umbral: —¡La paz sea con vosotros! El Resucitado está allí, y sus ojos buscan al incrédulo. Viene por él, porque le ama, a pesar de su infidelidad, y con él se encara, diciendo: —Pon aquí tu dedo y mira mis manos, alarga tu diestra y métela en mi costado; y no quieras ser incrédulo, sino fiel. —¡Señor mío y Dios mío!—exclamó el Apóstol, temblando y adorando. Su obstinación se había rendido, confesaba su derrota, más hermosa que todas las victorias, y se entregaba por entero a Cristo. Pero a esta sumisión tardía el Señor oponía el mérito y la dicha de tantas almas que habían de de creer sin verle: —Porque me viste, Tomás, has creído; bienaventurados los que creyeron sin verme. —Porque me viste, Tomás, has creído; bienaventurados los que creyeron sin verme. Con la impetuosidad de su carácter, el santo Apóstol quiso rescatar aquella duda porfiada a fuerza de trabajos y conquistas. El dulce reproche del Maestro, la hermosa beatificación de la fe, era como una punzada en su corazón, como una espuela que le llevó de reino en reino predicando la doctrina evangélica. La tradición patrística le muestra recorriendo el Imperio de los partos, atravesando el Tigris, penetrando en el desierto índico, donde se alzaba la columna que mandó erigir el guerrero macedónico con esta inscripción: «Hasta aquí llegó Alejandro, hijo de Júpiter.» Tomás,
discípulo de Jesús, llegó más lejos:
Calicut, Cochín, las llanuras del Ganges, Ceilán,
Maduré. Al otro lado de la península indostánica,
entre el cabo de Comorín y de Bengala, se alza todavía
una ciudad que lleva su nombre. «Contempla un momento esta
tierra: ella ha recibido los despojos mortales del Apóstol,
cuya mano tocó las heridas de un Dios. Allí se elevaba
antiguamente, a corta distancia del mar, una ciudad floreciente.
Encantados de su belleza, los pueblos la llamaban Meliapor.»
Así comienza el episodio en que Camoens nos cuenta la muerte
de Santo Tomás. Las ruinas de la ciudad antigua dormían
bajo las aguas, pero cerca construyeron otra los portugueses. La
iglesia y el sepulcro se alzaban sobre una colina baja y rocosa.
Marco Polo nos dice que los peregrinos subían en grandes
caravanas y que los mismos sarracenos veneraban a Tomás
como un compatriota. «Un día—dice el viajero
veneciano—, habiendo salido Tomás fuera de la ermita
de ramas en que vivía, para hacer oración en el bosque,
sucedió que un idólatra, sin verle, lanzó
una flecha para matar un pavo que había cerca de él.
Pero en vez de dar el ave, hirió en el costado derecho a
Santo Tomás, el cual al punto adoró dulcemente al
Creador y murió.» La leyenda de la atroz venganza
de los brahmanes, poetizada por Camoens, tiene fuerza y dramatismo;
pero esta pintura del santo en oración, rodeado de los pájaros
magníficos que dieron nombre a Meliapor, esta herida en
el costado, recordando el mitte manum tuam in latus meum, esta
dulce y rápida agonía, son de una belleza incomparable. |
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